Historia de una profecía autocumplida.
Yeshayahu Leibowitz, el viejo sabio judío, poco sospechoso de antisemitismo, publicó en 1968 un ensayo titulado «Los territorios» donde pronosticaba un futuro desastroso para Israel en caso de persistir en sus politicas:
«Un Estado que gobierna a una población hostil de entre 1,5 y 2 millones de extranjeros necesariamente se convertirá en un estado policial, con todo lo que esto implica para la educación, la libertad de expresión y las instituciones democráticas. La corrupción característica de todo régimen colonial también prevalecerá en el Estado de Israel. Por un lado, la administración reprimirá la insurgencia árabe y por el otro fomentará el colaboracionismo de los árabes. También hay buenos motivos para temer que las Fuerzas de Defensa de Israel, que hasta ahora (1968) han sido un ejército popular, al transformarse en un ejército de ocupación, degenerarán, y sus comandantes, que se habrán convertido en gobernadores militares, se parecerán a sus colegas de otras naciones».
Siendo él mismo un estricto practicante del judaismo, era conocido por sus opiniones liberales sobre ética, religión o política. Leibowitz ya advertía entonces de que el Estado de Israel y el sionismo se estaban convirtiendo en una religión en si mismos, más sagrada incluso que los clásicos valores humanistas judíos. Él fue el creador del apelativo «judeo-nazi» para definir la conducta israelí en los territorios ocupados. Y lo hizo porque su profundo sentimiento religioso le empujaba a denunciar la deshumanización que el supremacismo del estado judío causaba, tanto a las víctimas como a los opresores.

Desgraciadamente, las oscuras predicciones del viejo profesor se han ido cumpliendo una a una. Con el tiempo la percepción de esas politicas, entonces impensables, ha ido mutando hasta convertirse en un ideario aceptable por la ciudadanía del país e incluso a nivel global, a modo de prueba de la vieja teoría de Overton.
Hoy el Estado de Israel es la pesadilla de Leibowitz. Su primer ministro ha propuesto -con el apoyo de una minoría de extrema derecha- una reforma que supone la cancelación del estado de derecho y dota al gobierno de poderes ilimitados.
Poderes por encima del derecho internacional para anexionarse definitivamente Cisjordania y los altos del Golán. Para ampliar los asentamientos judíos en territorio palestino o imponer a la ciudadanía (a toda, incluso a las minorías musulmana y cristiana) una estricta moral judaica en la vida israelí. Incluso un proyecto de ley que permitirá anular los fallos de la Corte Suprema con una simple mayoría parlamentaria. Montesquieu se revuelve en su tumba 250 años después.
Mientras los ultraortodoxos, que están exentos de prestar los 3 años de servicio militar, pueden dedicarse a su afición favorita, orar y condenar al Gehinom a laicos y gentiles, mientras siguen viviendo a cuenta del estado y del trabajo de sus mujeres. Todo esto mantiene anestesiada a la población israelí para que se olvide de los procesos judiciales por corrupción de su primer ministro.
En el imaginario global, la imagen de Israel es la de un país cohesionado, moderno y desarrollado. Una isla democrática entre el mar de regímenes militares y dictaduras árabes que le rodean. Pero es sólo es una pequeña parte de la realidad.
Internamente es un país frágil en el que conviven a diario muchos tipos de ciudadanos israelies, no todos judios y no todos culturalmente homogéneos.
A los seculares habitantes judíos de la Palestina de tiempos del sultanato turco se sumaron a lo largo del siglo XX un aluvión de inmigrantes judíos de la diáspora: (asquenazíes centroeuropeos que rápidamente se constituyeron en la clase privilegiada; sefardíes latinos como clase media de trabajadores o técnicos y mizrajíes de los distintos países árabes, comerciantes y artesanos, la clase más pobre). Además, no todos los israelíes son judíos. Algo más de un 20% de ciudadanos con pasaporte israelí son árabes o cristianos.
Ni siquiera entre las filas del sionismo militante existe consenso. El sionismo liberal y laico de los tiempos de la creación del estado de Israel, de los kibbutzim, ha ido poco a poco viéndose confrontado con otro cada vez más conservador, introvertido y supremacista. Y el modelo de convivencia entre ambos es cada vez más frágil.
Con la segunda llegada al poder de Netanyahu, esos elementos ultraconservadores de la sociedad se han envalentonado y defienden sin complejos la supremacía de la raza judía, la ocupación territorial y el apartheid resueltamente racista. Y es en este Israel dividido y al borde de la guerra civil donde Hamas ha visto el momento oportuno para lanzar sus milicias.
Algunos de los vecinos de poblaciones próximas a Gaza, ebrios de supremacismo, con sus conciencias anestesiadas tras décadas de propaganda sionista demonizando a los palestinos, sacaron en 2014 sus sillas de casa para disfrutar, como si de unos fuegos artificiales se tratara, de los bombardeos que ocasionaron más de 2.000 víctimas entre los civiles palestinos. Estos días han experimentado súbitamente en sus propias carnes que, lejos de ser un espectáculo, la guerra es el horror absoluto.

Esto no va a ser una carnicería, ya lo está siendo, lo es desde hace décadas. Y lo es porque un estado criminal se niega a aplicar las resoluciones internacionales y lo seguirá siendo mientras el mundo occidental siga apaciguando su mala conciencia con el bálsamo de las retóricas huecas y las condenas obligatorias en vez de aplicar la legislación internacional y de sancionar al agresor y no a la víctima.
…pero Husam Zomlot lo explica mucho mejor:
@gukgeuk 231010
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