ELOGIO A LOS PEQUEÑOS PAÍSES.

LA VENTAJA DE SER PEQUEÑO. Estamos acostumbrados a medir el éxito o el valor de las cosas en función de su tamaño. Las megaciudades, las grandes corporaciones, las superpotencias o las grandes cifras de PIB parece que son las que dan la medida de lo que cuenta a la hora de medir la importancia de cualquier entidad.

En un mundo que festeja lo grande, los países pequeños aparecen como meros comparsas en el concierto de las naciones. Son países discretos, dependientes, incluso vulnerables entre las turbulencias globales. Pero vistos sin las gafas de filtro nos muestran una realidad muy diferente. Los países más pequeños, sobre todo los europeos, son sociedades más gobernables, pacíficas e igualitarias. Y sus comunidades, más felices que las de sus orondos vecinos. En tiempos bipolares, de globalización descontrolada, crisis ecológicas y escepticismo político, lo pequeño no es ninguna desventaja, es una oportunidad.


Durante milenios, salvo en los casos de explosiones demográficas, el tamaño o la densidad de los países no han sido determinantes a la hora de definir la preponderancia de unas naciones sobre otras. Lo que hoy conocemos como Alemania, llegó a las puertas del siglo XX siendo 22 entidades soberanas diferentes, entre reinos, ducados, principados y ciudades libres. Parecido escenario en Italia: 9 países entre reinos, estados y ducados se repartían la bota italiana antes de 1871. Incluso en la hoy centralizada Francia de antes de la Revolución: 39 territorios, con 12 idiomas diferentes se cobijaban bajo la denominación Royaume de France, cada una con sus propias leyes (coutumes), sistemas de impuestos, y privilegios locales. La Revolución Francesa trajo la liberté frente al feudalismo y la fraternité frente al antagonismo, pero en vez de terminar con el despotismo ilustrado absolutista profundizó en él y en su eterna confusión entre Egalité y Uniformité. En 1880, las nuevas leyes educativas del supremacista Jules Ferry impusieron la lengua única en la educación y en la administración. Francia se empobreció, pero envuelta en su grandeur no supo darse cuenta.

Esa obsesión por el tamaño, la uniformidad y el afán de unificar territorios y pueblos le costó a Europa 2 guerras mundiales y un protectorado americano que todavía persiste.

Pero en el siglo XXI, la ecuación cambió. La riqueza hoy ya no depende de la tierra o de la población, sino del la flexibilidad, la organización y la confianza. Un país que domine el conocimiento y la tecnología puede ocupar un nicho estratégico que le de más influencia que cualquier gigante.

  • Singapur es una franja de tierra con una superficie poco mayor que la Cuenca de Pamplona. Sin recursos naturales, ha sido capaz de explotar su situación estratégica para controlar las rutas comerciales y los flujos financieros planetarios. Hoy es uno de los países que encabeza el IDH (Indice de Desarrollo Humano). Conjuntamente con otros tres pequeño países europeos (Islandia, Suiza y Noruega)
  • Noruega, posee uno de los fondos soberanos más grandes del mundo.
  • Suiza, un país montañoso que ni siquiera tiene acceso al mar, es sede de los principales organismos internacionales y tiene empresas de prestigio mundial.

Casi siempre el pequeño tamaño, lejos de ser una problema, suele ser sinónimo de agilidad. No arrastra los pesos históricos ni burocráticos de las grandes potencias, ni tampoco sus equilibrios internos y sus contradicciones. Los países pequeños se reinventan cada década. Y son conscientes de sus ventajas competitivas:

La primera ventaja de ser un país pequeño es la escala humana. El ciudadano de Islandia o Luxemburgo tiene una relación con el Estado que en megapaíses como Brasil, Estados Unidos o Rusia son simplemente irreproducibles. En la escala de los pequeños países el ciudadano no es una cifra, tiene nombre. Y las instituciones, las decisiones políticas y los debates sociales empapan a todo el tejido social.

El Alþingi islandés, además de ser el parlamente nacional más antiguo del mundo y legislar para «solo» unos 400.000 ciudadanos, sin embargo fue capaz, durante las crisis financiera de 2008 que estaba devastando el país, de redactar una nueva constitución mediante debates en internet, consultas populares y foros en línea. Todo con solamente 63 diputados. A veces una escala reducida permite procesos que en países grandes son impensables.

La proximidad, la inmersión de los gobernantes en el mismo cosmos de los gobernados genera confianza, y la confianza —que no se mide ni en números de PIB ni en macrocifras— es, o debería ser, el sustento que alimenta las comunidades humanas. Además, allá donde los gobiernos son próximos y accesibles, el conocimiento dificulta la corrupción.


Un país pequeño no puede darse el lujo de la lentitud, porque de su agilidad depende su supervivencia. Y esa virtud es una ventaja competitiva. En ese terreno los pequeños países siempre son superiores. Singapur, Luxemburgo, Estonia, Uruguay, Nueva Zelanda: todos con menos de 6 millones de habitantes, demuestran todos los días que una pequeña nación compacta innova más rápido, legisla con mayor flexibilidad y se adapta sin traumas.

Agilidad, la ventaja de los más pequeños.

Hace escasamente 35 años, Estonia, un país de menos de millón y medio de habitantes, se vio en la tesitura de reconstruir su arquitectura institucional prácticamente desde cero. Apostó fuerte desde el principio por la digitalización total. Hoy, los ciudadanos estonios votan, firman contratos o registran legalmente una empresa o negocio desde su ordenador en menos de diez minutos.

En Singapur, el gobierno es capaz de planificar su economía con precisión, monitorear los datos en tiempo real e introducir cambios sobre la marcha, algo que en los grandes (y medianos) países sería ciencia ficción. Su tamaño le permite aprobar políticas educativas, sanitarias o urbanas con rapidez y ponerlas en marcha inmediatamente, corregir los errores en tiempo real y replicar los éxitos viralmente si hace falta. Todo como si se tratase de una especie de “startup nacional”.

El tamaño reducido permite también ensayar políticas públicas sin miedo a los desastres. A veces la economía de escala es un riesgo crítico. Si un país estándar, de 60 millones de habitantes, comete un error en sus previsiones de recaudación o en la planificación de infraestructuras, el impacto es enorme. Un pequeño país de 5 millones detecta el desvío, ajusta y rectifica en cuestión de semanas o meses. Y aprende muy rápido. La escala (pequeña en este caso) se convierte en un aliado.


El sociólogo judío (y antisionista) Zygmunt Bauman hablaba de «Modernidad liquida» para describir la fragilidad de las sociedades actuales en contraste con la «Modernidad sólida» del pasado. Esta liquidez la describía como volatilidad de las relaciones humanas y las estructuras sociales e institucionales, cuyas consecuencias son la fragilidad de los vínculos afectivos, el consumismo y la pérdida de certezas. Son precisamente los países pequeños, los que mantienen una cierta densidad comunitaria, esa textura social más sólida de la que hablaba Bauman.

En un país pequeño los desequilibrios territoriales, las desigualdades sociales y las diferencias internas no desaparecen, por supuesto. Pero gracias nuevamente a la pequeña escala se gestionan de manera directa. La identidad colectiva no se basa en abstracciones teóricas, sino en experiencias comunes. Vivir en un país en el que puedes desplazarte a su punto más lejano en un par de horas como máximo hace que no tengas que imaginarte tu comunidad, vives inmerso en ella.

Las naciones pequeñas demuestran todos los días su extraordinaria capacidad de apertura cultural. Son ellas precisamente las que cultivan su relación con el mundo porque saben que dependen de sus conexiones externas para seguir respirando. Irónicamente son sociedades mucho más abiertas y cosmopolitas que las de el medio oeste norteamericano, la campiña inglesa o la enorme España vaciada. Son en suma, sociedades cohesionadas internamente y profundamente conectadas externamente.


Un bosque destruido en un país grande es lamentable pero no modifica gran cosa su mapa. En un país pequeño es una catástrofe. Ser pequeño obliga a mimar el entorno porque es un bien muchísimo más valorado. Esa conciencia de pertenencia al paisaje, esa identidad ecológica es la que marca la diferencia.

En 1948 Costa Rica decidió prescindir de su ejército y ese presupuesto lo destinó a salud, educación y protección ambiental y pagar a agricultores y propietarios por la conservación de los bosques. Costa Rica es hoy día el país que en proporción contiene la mayor biodiversidad del planeta y más del 98% de su energía proviene de fuentes renovables.

La constitución de Bután impone que al menos el 60% del territorio debe mantenerse bajo cobertura forestal. Y lo cumple. Por su parte Malta o en las Islas Feroe, regulan estrictamente las cuotas de pesca. Saben que el mar los alimenta, pero también los puede castigar.

En todos estos casos la sostenibilidad no es solamente el resultado de una ideología, es el instinto de supervivencia.
Ese instinto se traduce en políticas ejemplares para esa parte del mundo que aún piensa que tamaño equivale a poder.


✅ La innovación cultural

En un entorno pequeño, el talento no es arrastrado por las corrientes dominantes ni las influencias globales. Además, los artistas acceden directamente a los centros de decisión, sin burocracias ni jerarquías. La presión social o económica también suele ser menor. En suma: vivir en un país pequeño permite intentar cosas que en otros entornos estarían condenadas al fracaso de antemano.

Esa densidad cultural se explica por una particular dinámica: para los países pequeños hablar con el mundo para ser escuchados es una práctica habitual. Eso impulsa la creatividad y la originalidad y crea una cultura propia que es su imagen de marca. Si además el país tiene la suerte de poseer un idioma propio y diferenciado, el impacto de esa imagen de marca es mucho mayor porque ese idioma propio impregna todo su entorno, le da un carácter propio y característico que es un imán en un mundo globalizado y uniforme.

Y una paradoja: La cultura de los países pequeños no guarda relación con su tamaño en la cultura global. La influencia de la literatura irlandesa en el mundo, de la música moderna de Islandia o la arquitectura y el diseño de los países nórdicos es desproporcionada en relación con su importancia demográfica en el entorno global.


Los países pequeños son más pacíficos. Y lo son, no por razones genéticas o demográficas, sino porque saben que nunca ganan en los conflictos violentos. Uruguay ha hecho de la prudencia diplomática su marca de la casa, lo mismo que Suiza de la neutralidad o Noruega de la intermediación. En todos los casos esa políticas parten de un convencimiento profundo: Cuando no se puede dominar, hay que dialogar. El único modo de competir con los grandes es la confianza mutua y la fiabilidad.

Los pequeños países son, dentro de un mundo saturado de superpotencias, garantía de estabilidad, los que más confían en el derecho internacional, en la cooperación y el multilateralismo. Eso los convierte en piezas esenciales del orden global.



La política es en esencia la actividad más noble de la especie humana como grupo. Siempre que se reduzca a su escala esencial: humanidad y eficacia. En los países pequeños, los políticos viven por lo general entre los ciudadanos, no en palacios fortificados. Los medios de comunicación son más independientes y no están en manos de grandes imperios mediáticos, los debates más transparentes, los errores difíciles de ocultar. Eso no garantiza que no existan conflictos, solamente que su resolución suele ser rápida y eficiente.

José Mújica en Uruguay o Jacinda Ardern en Nueva Zelanda , mostraron como la empatía, la austeridad y el lenguaje llano, encarnaron la ética de lo pequeño: un liderazgo sin espectáculo ni grandilocuencias pero capaz de recuperar el sentido de la política: servir al bien común.


Ningún país de tamaño reducido sobrevive aislado; todos, ellos los que más, necesitan acuerdos, intercambios comerciales, cooperación… Esa conciencia los hace prudentes, solidarios y flexibles. Saben que su soberanía necesita de la interdependencia para sobrevivir en capear las tormentas de la globalización. Mientras tanto, las grandes potencias se imaginan a sí mismas como autosuficientes, solo los pequeños saben que el mundo es una red y así, la vulnerabilidad, se convierte en fuente de sabiduría política. En Fortaleza.

Los países pequeños están acostumbrados a la incertidumbre y a practicar una diplomacia de equilibrios. Saben que no van a controlar el mundo, así que se adaptan a él.


Un planeta en el que la actualidad es un torbellino cambiante exige respuestas inmediatas, modelos fiables y sostenibles y confianza en los gobernantes. En esos terrenos los pequeños siempre llevan ventaja, pero la condescendencia con la que los países grandes les suelen mirar impide que aprendan sus lecciones:

  • La importancia de la proximidad: cuando las instituciones están cerca, la democracia sí funciona.
  • La agilidad de la adaptación: Los grandes planes pueden hacerse a largo plazo, pero su gestión necesita inmediatez.
  • La sostenibilidad no es un discurso. Es una estrategia nacional de supervivencia.
  • La cooperación, mejor que la competencia, El aislamiento es suicida.
  • La humanidad de la política, El poder, sin humanidad ni empatía, es tiranía.


En un mundo tan complejo lo que marca la diferencia no es el tamaño sino la claridad. Y son los países pequeños, con su escala, su cercanía y su capacidad de reinventarse, los que mejor entienden cómo sobrevivir —y prosperar— en el siglo XXI. Los países pequeños son el futuro. Los únicos que sobrevivirían a un conflicto nuclear global.


Decía el psicólogo William James:

Detrás de una frase tan corta se esconde un profundo conocimiento de los fundamentos de la existencia, tanto de las personas como de los países: Para empezar nos enseña que la sabiduría no consiste en acumular conocimientos, sino en ser capaces de discernir entre lo importante y lo prescindible.

  • Saber qué ignorar: No acumular información sin sentido, sino discernir y filtrar lo que es importante. 
  • Concentrarse en lo esencial: Decidir qué pasar por alto libera tiempo y energía mental.
  • Enfocar esa energía en lo que realmente importa. Conocer los límites y no malgastar esfuerzos en lo que no se puede controlar. 

Los países pequeños han aprendido cuales son sus límites y dentro de esos límites han encontrado su libertad. El futuro pertenece, no a los más grandes, sino a los que aprendan a vivir a escala humana.

Gukgeuk 251011


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